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fjballesteros0La pequeña historia que voy a narrar es la mía, un jienense de Linares con parálisis cerebral, limitado en motricidad y habla, cristiano y cooperador del Opus Dei, que movido por la fe estuvo en Roma hace unas semanas. Tenía dos metas: acudir a ver al Papa Francisco y rezar ante la tumba de san Josemaría Escrivá. Cumplí las dos. Les contaré solo la primera.
 
Llevaba muchos años queriendo realizar este sueño. Lo había intentado cuando el Papa era Juan Pablo II; sin embargo, tuvimos que suspender el viaje por una enfermedad grave de mi suegro, que en paz descanse. Se entiende que mi ilusión creciese más aún. Deseaba, ante todo, poder abrazar al Romano Pontífice, Francisco, y mostrarle con ello mi amor a su persona, a la Iglesia, a Jesucristo y a la humanidad entera.
 
Lo preparé todo con cuidado y esmero. Todo, hasta los pequeños detalles. Había escrito a la Nunciatura enviando mis datos médicos para poder estar bien situado en la plaza de San Pedro. Me daba cuenta de la importancia de la visita a su Santidad, pues, para mí, el Papa es uno de mis grandes amores. Entiendo y creo que es el sucesor de Pedro, a quien Jesucristo puso como cabeza y fundamento de su Iglesia.
 
Llegó el lunes 14 de marzo emprendí mi peregrinación a Roma, con la compañía de mi esposa y un hermano. A los dos días, en la Ciudad eterna, el miércoles 16, acudí a la plaza de San Pedro en el Vaticano, a la audiencia general que reúne al Papa con miles de peregrinos de todo el mundo. Llegué con anticipación. Lucía el sol. Entré en la zona de autoridades, ocupando una tercera fila, rebosante de felicidad, esperando el paso de Francisco.
 
Con intensa vibración, escuché sus palabras, comentando al profeta Jeremías. Hablaba del exilio de Israel y de los exilios que todos sentimos por el sufrimiento, la soledad... Tiene un recuerdo para Albania. En aquellos momentos, intensifico mi oración para no olvidarme de nadie ni de nada. Me acuerdo del paro en España, de la paz, de la situación inquietante en que vivimos, de mi familia y de todas las familias españolas, de mi salud, de la aceptación de la enfermedad, de los jóvenes, de los sacerdotes, de la iglesia, de mi vocación y de un sinfín de cuestiones importantes que acuden a mi mente.
 
Terminada la audiencia, el Santo Padre se desplaza a pie y va saludando a los asistentes. Yo tengo un buen sitio, en la zona del altar, cerca de una de esas vallas que forman los pasillos en la plaza de San Pedro por donde se mueve el Papa, la seguridad, etc. Hay una gran multitud y parece imposible que el Papa pueda saludar a todos, pero este Papa se detiene mucho con los enfermos, y no pierdo la esperanza. Cuando está cerca empiezo a gritar desde la tercera fila: “¡Santidad!: ¡un enfermo!, ¡un discapacitado!”. El Papa me oye, me busca con mirada y cuando me localiza, me dice: “¡Ven! ¡Ven aquí!”.
 
Las personas que tengo delante me abren paso. Tengo a Francisco a pocos pasos, detrás de la valla. Cuando llego a ella, casi por instinto, me arrodillo en el suelo para pedir la bendición y levanto el brazo izquierdo con el Rosario en la mano para que el Papa lo bendiga también. Me bendice, me toca la cabeza, bendice el Rosario, y luego él mismo se esfuerza por agarrarme y levantarme. Hubiera sido imposible, pero hago mi esfuerzo y, a la vez, por detrás, un ujier me agarra y me ayuda a incorporarme. Estoy de pie, frente al Romano Pontífice. La valla, por debajo del pecho, no nos impide fundirnos en un abrazo efusivo, ante la mirada de miles de personas. Una vez más se expresa la fuerza del amor del Santo Padre a los más menesterosos.
 
El Papa me habla al oído, pero estoy emocionado y no recuerdo sus palabras. El Santo Padre me ha mirado y bendecido. Se ha acercado al enfermo, al ser humano, a la persona. Ese día, se ha acercado muy especialmente a este linarense que les escribe.
 
Francisco Jesús Ballesteros Prieto
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