La familia de Loreto y Antonio es multicolor. Sus cuatro hijos, de entre 15 y 8 años, tienen la piel de todas las razas del mundo. El matrimonio no podía tener hijos y, tras nueve años, decidió dar un hogar a niños de diferentes orígenes.
Esta historia comenzó como suelen terminar los cuentos felices: una boda cuajada de proyectos y expectativas, y una pareja impaciente por convertirse en una familia con muchos niños. Pero pasaron los meses, luego los años, y los niños no llegaban.
Loreto y Antonio pusieron todos los medios que estaban a su alcance y comenzaron un camino de nueve años difíciles, en los que las palabras de aliento y los buenos consejos no servían: “Los médicos nos repetían que no había ningún problema y nos recomendaban que nos relajásemos. Pero ese consejo no funciona cuando tienes el deseo de formar una familia, porque al fin y al cabo te casas con esa ilusión”.
Loreto cuenta que nunca hasta entonces había rezado tanto y con tanta fe. “Un día –dice- me encaré con la imagen de la Virgen que tengo en mi habitación y le reproché: “¿Y tú por qué sí y yo no?”.
A los nueve años, ¡por fin!, llegó de China Irene. “Al coger en brazos y abrazar a mi hija por primera vez, sentí su olor y supe que era mía. Es una emoción muy difícil de describir”. Loreto sitúa en este hecho el momento en que por primera vez presintió lo que con el tiempo fue convirtiéndose en un convencimiento: “Me di cuenta de que no había tenido hijos biológicos porque mi vocación era ser madre adoptiva. Madre de ésta y de los que vendrían después. Que yo me había estado empeñando en un plan que no era el de Dios y que con el tiempo iría a buscar a los demás en el momento y en el lugar que Dios dispusiera. Estos tenían que ser nuestros hijos, y nosotros debíamos ser sus padres”.
Y así, con una cadencia que la madre naturaleza difícilmente hubiera podido superar, fueron llegando Antonio –andaluz, pero con la apariencia de un hindú–, Pablo –de raza negra, aunque nacido en España–, y la pequeña Loreto, también andaluza pero de piel clarita.
“Cuando por una serie de circunstancias sorprendentes nos ofrecieron a Pablo pensamos: a ver cómo encajamos esto, la niña china, un niño negro, otro con ojos azules… Pero los técnicos de la Junta de Andalucía nos aseguraron que para el niño eso iba a ser una ventaja”, recuerda Loreto. “Nos dijeron que es mejor que esté en una familia multiétnica: en la diferencia se sentirá más cómodo, más integrado desde el principio”.
La llegada de Loreto fue la más inesperada porque habían descartado adoptar uno más. “¿Pero quién dice que no cuando te ofrecen un bebé en desamparo? Es como si hubieran llamado a la puerta de nuestra casa y nos la hubieran dejado en el rellano. ¿Cómo vas a decir que no?”, considera.
Son muchos los niños y niñas cuya tutela asume la Administración después de que hayan sido abandonados o maltratados por sus padres, o una vez que se comprueba que carecen de un entorno familiar y social donde crecer y desarrollarse con normalidad. Son los menores declarados “en desamparo”. Y ese fue el caso de Loreto.
Varios colores, pero una sola raza
El mosaico, ahora sí, se había completado. Fue entonces cuando Loreto oyó por primera vez unas palabras de san Josemaría: ¡Todos somos iguales! Cada uno de nosotros valemos lo mismo, valemos la sangre de Cristo. Fijaos qué maravilla. Porque no hay razas, no hay lenguas; no hay más que una raza: la raza de los hijos de Dios. “Me emocionó y pensé que si todo el mundo sintiera en su corazón esta frase no nos distinguiríamos unos de otros y veríamos al resto de las personas con los ojos del amor, como las veía san Josemaría”, señala.
Su experiencia, sin embargo, le ha llevado a concluir que el racismo es una realidad que se comprueba cada día, y que sus hijos la sufren. Por ese motivo, la primera preocupación de Antonio y Loreto es proporcionarles las herramientas necesarias para que sepan enfrentar ese tipo de situaciones. Y la segunda, contribuir a erradicar esas actitudes a través de los padres y madres de distintos colegios, que con frecuencia les invitan a participar de sus reuniones con el fin de aprender a inculcar a sus hijos actitudes abiertas y positivas hacia las personas diferentes, sea por el motivo que sea. “Es fundamental, –y esto es lo que pretendo transmitir– que los padres integren a sus hijos en la diversidad”, defiende.
Algo que en su familia se vive con tanta naturalidad, y que enriquece a cada uno de sus miembros ampliando su visión del mundo, creciendo en tolerancia, en empatía, en acogida a todos…, en esa fraternidad de la que hablaba San Josemaría. “Crecer en esta diversidad te hace muy valioso”, dice.
Poder ayudar a muchos
Poco después de recibir a Antonio, junto con algunas otras madres que se encontraban en su misma situación, Loreto creó la Asociación de Familias Adoptivas de Granada, que hace tres años recibió el premio ‘Andaluna’ de la Junta de Andalucía, que reconoce el trabajo de entidades, personas e instituciones en la divulgación de los derechos del niño. La asociación ofrece cada mes actividades tanto para los padres como para los hijos.
La adopción puede ser un proceso complejo y duro para quienes se internan en él por primera vez. Por eso una de las mayores alegrías de Loreto es poder echar una mano a esos matrimonios, tratando de allanarles el camino ante las dificultades que sin duda se irán encontrando.
A veces, por una serie de carambolas, la vida te la oportunidad de ayudar a una madre a quedarse con su hijo en lugar de darlo en adopción. En este caso, todos ganan.
Loreto comprende sin embargo que otras muchas mujeres, como las madres biológicas de sus hijos, no hayan podido tomar esa decisión y admira y agradece que hayan luchado por su vida cuando tenían todo de frente: “Yo estoy segura de que a las madres de mis hijos les hablaron de abortar. Por eso para mí que estas chicas tan jóvenes siguieran adelante con su embarazo sin la ayuda de nadie, sabiendo que por sus circunstancias no iban a poder quedarse con los niños me parece muy valiente. Aunque también creo, y me alegra pensarlo, que durante el embarazo se sintieron queridas por sus hijos, que se encontrarían tan solas que ese tiempo tan íntimo de tener a su bebé con ellas les debió ayudar mucho”.
Loreto ve todo lo que ha ido ocurriendo en su vida, como un regalo de Dios. “Asumir con enorme agradecimiento que mi vocación era ser madre adoptiva es un don que viene de arriba”, asegura: “Ha sido mi tabla de salvación”.